Ya abordé en un post anterior los beneficios del voluntariado para mejorar la empleabilidad. Y aunque llevar a cabo una actividad revierte sobre las competencias de la persona, capacitándola; hay una actitud de base en un voluntariado que es necesario destacar: la gratuidad. Ésa que fundamenta el altruismo que dota de sentido al ser humano como tal, humano de humanidad, no de trozo de carne con ojos como hay muchos andando por ahí (incluso salen en la tele), ya me entendéis… Además tiene que haber una llamada, una motivación que internamente te mueva a ello, y por ende, no todas las personas tienen porqué elegir la opción de realizarlo.
Al menos fue así como lo viví hace poco más de año y medio. No voy a entrar en detalle de cómo fue porque daría lugar a un macropost, la cuestión es que comencé a acompañar a una persona mayor, ochentañera para más datos, para salir a pasear durante el mes de agosto. Ella acababa de llegar a Málaga, destino que iba a ser su residencia habitual, y yo había terminado programa y hacía un paréntesis de estudios por aquello del calor. Durante ese primer mes, salimos de lunes a sábado por la mañana, para bajar al paseo marítimo. Además de gustarle mucho el mar y la playa, creo que el ambiente estival le facilitaba la adaptación.
Los meses siguientes comenzaron de nuevo mis responsabilidades académicas y laborales, con lo que se redujeron el número de días, y actualmente tengo una deseada cita semanal, para un paseo, hasta donde lleguen los pasos. Y es que, cuando caminas con una persona veterana de cierta edad, aunque sea por un periodo de tiempo corto, hay que aprender a ralentizar el tempo, para ir al compás. Si os pongo en mi situación del año pasado de vivir entre dos ciudades, trabajar en una y estudiar en otra, con viaje semanal en auto, tren o bus (lo que mejor se acomodase por horarios y disponibilidad); podréis imaginaros el regalo que han venido siendo estas dos horas escasas semanales. Donde sólo hay que estar presente poniendo atención a cada paso, escalón o semáforo; considerando al lado de quien se camina, acompañando la historia de vida y dejándome acompañar por la experiencia.
¿Anécdotas? Muchísimas, cualquiera que me venga a la cabeza me hace sonreir, cuando no soltar la carcajada. Dar la bienvenida a este año, le costó un poco más que de costumbre, pero con los cuidados que le han dado en su casa y la fe que lo sostiene, la semana pasada volvimos a dar el paseo, sustituyendo esta vez el bastón por una silla. Una frase, que me dijo uno de los días que no pudimos salir: «Lo más difícil Teresa, no es elegir entre una cosa u otra, lo más difícil es aceptar lo que uno no elige«. Y no podía dejar de escribirla en abierto por todo lo que ella encierra de renuncia, abandono confiado y apuesta personal.
En los últimos años he tenido ocasión de compartir preciosos momentos con mayores, mujeres y hombres que se dedican a distintas actividades, aportándome mucho y bueno. Llevo una semana con un pensamiento que no se me va de la cabeza y es la inspiración del artículo: Cuando reverencias a alguien de edad, éste vuelca generosamente la sabiduría de su experiencia, poniéndola a tu disposición. Éste es el mayor tesoro que alguien puede ofrecerte.
Como diríamos al caminar: «Todo a todos, para ganar, como sea, a algunos.» (PRV)